Se llama Mónica Ocaña Climent. Es argentina llegada al mundo en Buenos Aires. Este mes ha recibido su primera clase de euskara de 2024 en una ciudad de Patagonia. “No entendía nada, es tan difícil el querido euskera...”, sonríe cómplice a DEIA en comunicación intercontinental.

Comenzó a estudiar la linguae navarrorum hace un año con mucho esfuerzo dada la complejidad del idioma, más si cabe debido a que no tiene ancestros vascos conocidos.

Es palpitante conocer la razón por la que comenzó a formarse en el idioma. “Lo hago recordando a una persona muy querida de mi infancia que es una mixtura perfecta del profundo amor con los ideales de justicia y libertad que me acompañaron siempre. Yo estudio euskera con un profundo sentimiento de rendir mi personal e íntimo homenaje a Mercedes Biurrun quien el 25 de noviembre de 1937 en Falces, Nafarroa, fue colocada frente al pelotón que fusiló a su padre, alcalde del pueblo. Quizás Mercedes tendría 5 o 6 años de edad”.

Por tanto, su decisión está tomada por la memoria de Biurrun, una mujer euskaldun migrada a Argentina. “Asocio el homenaje a la vida de Mercedes con los abuelos cariñosos con boinas, relojes con dos horarios que vivían añorando la república perdida. Lo asombroso de la vida es que aquella mujer que yo conocí y disfruté era una alegre, cálida, sonriente de ojos verdes vivaces que irónicamente me recortaba el pelo como yo quería”, evoca y relata que estando una vez en su casa escuchó desde otra habitación hablar y no entendió qué decía, pues “nunca antes había escuchado la palabra rapada. Hoy ya de adulta comprendo en toda su terrible dimensión su significado”.

El franquismo rapaba a las mujeres de forma sistemática para deshonrarlas a ellas y sus familias, a modo de castigo por el delito de querer democracia ante el yugo del fascismo. También les hacían purgas con aceite de ricino y las paseaban por los pueblos.

La argentina Mónica Ocaña Climent. DEIA

La vida, siempre inesperada, le sorprende a Mónica a una edad adulta trayéndole recuerdos de la infancia tan olvidados que creía inexistentes. Y de una dictadura a otra transoceánica. “Nací en Buenos Aires, Argentina, en 1955. Literalmente nací bajo una lluvia de bombas en la Plaza de Mayo estando en el útero cálido de mi mamá que estaba cruzando esa plaza para internarse en el sanatorio donde tres días después adquirí una vida propia. Fue el primer intento de derrocamiento de Perón”, primer político en ser elegido tres veces presidente de su país y el primero en hacerlo por sufragio universal masculino y femenino.

No obstante, Mónica tuvo una infancia “hermosa, abrazada por el amor de mis padres y mi abuela paterna. Contención, cuidado y respeto fueron actitudes que esos bellos y amorosos adultos siempre me prodigaron”. Ella estima que fue siempre curiosa y esto le llevaba a mantener diálogos permanentes con su padre y su madre que le hacían más adulta para su edad. La persona que es hoy, socióloga de oficio, sus ideales mantenidos desde aquellos años, se fueron forjando, narra, correteando en los pisos de roble antiguo de un gran salón con inmenso olor a tabaco donde su padre la llevaba y que estaba lleno de señores a los que “yo veía como abuelos cariñosos que llevaban en la cabeza un sombrero muy raro, chato y redondo que tiempo después supe que se llamaban boinas. Y esos abuelos de boinas me esperaban con caramelos antes de empezar la reunión en la que yo jugaba, pero no entendía qué decían y de qué hablaban y mi papá organizaba y escribía lo que ellos decían”. Le encantaban aquellos aitites con txapela que ella no veía en otro lado porque “un solo reloj tenía dos esferas y marcaban horas distintas. Tiempo después le pregunté a mi papá cómo se leían esos raros relojes y su respuesta no la entendí: Una hora es la que usamos acá y la otra es la de la República”.

Aquello que la joven no comprendía, años después tuvo explicación cuando ella jugaba en el Centro Republicano Español de Buenos Aires, donde su padre fue muy activo durante décadas, y comprendió que aquellos abuelos cariñosos eran republicanos exiliados, “exquisitos intelectuales”. “Puedo decir que yo jugué en la República, o en la profunda voluntad de su restitución y no estoy faltando a la verdad”, enfatiza y va más allá al testimoniar que en su casa se respiraba amor a la República, a la libertad a la Revolución Francesa y a la educación pública, obligatoria y laica. “Cuando se quería representar la arrogancia de la ignorancia y el despropósito de lo humano se lo asociaba a un gordo recatón, gritón, cobarde y perverso: Francisco Franco”, resume.

Mónica se sorprende pensando cómo tanta impotencia y dolor podría albergar el pequeño cuerpo de aquel hombre nacido en Ferrol y vuelve su recuerdo al pasado. “Frente a su padre fusilado en la plaza pública, Mercedes Biurrun fue rapada y los franquistas le pegaron con brea un moño rojo”, insiste dolida, ella que, como argentina que es, vivió los horrores de la dictadura militar en los 70. “Soy exactamente producto de la generación de los desaparecidos, figura terrible e infame que mi país exhibió al mundo. La vida de varias generaciones quedó marcada por el terrorismo de Estado”. Desde esa experiencia, piensa en Mercedes, en el inmenso e indescriptible sentimiento de horror, locura y dolor que debió tener ese nefasto y terrible 25 de noviembre de 1937 en Falces, “huérfana, rapada y mostrada como una evidencia de lo que pasaría con aquellos que no se sometieran. Mercedes era una niña, no hay palabras para describir la perversidad de los adultos que le cambiaron traumáticamente su vida”.

Biurrun nunca habló a Mónica de lo vivido en su infancia, aunque le extrañaba una suerte de adorno que estaba en una pequeña mesa en la sala de su casa, una “esfera” tejida de lana blanca. “No era un adorno, era la gorrita que su familia, en Falces en 1937, le tejieron para cubrir su pequeña cabeza vilmente rapada. Seguramente la tenía siempre a la vista para no olvidar de dónde venía”.

El vínculo que Mónica mantenía con aquella “mujer cascabel” –por su alegría– era de complicidad: le cocinaba comidas exquisitas que ella no conocía. “Eran de muchos colores que se comían en un palito. Cantaba zarzuelas y las bailaba cubriéndose ridículamente con las cortinas de la casa, lo que provocaba en mí risas interminables”. Y un segundo vínculo más cercano. Ocaña dejó de ver a aquella ejemplar Mercedes cuando ya de joven se mudó a vivir en Neuquén, “pero seguí entendiendo. Mis padres murieron. Mercedes murió y yo en Patagonia argentina, ahora estudio euskera rindiendo íntimamente mi sentido homenaje”.